viernes, 16 de diciembre de 2016

A lomos de la bestia. Reflexiones sobre este mundo y su colapso energético.


Sucede que mientras conduzco mi coche soy incapaz de sintonizar radio 3 y tengo que conformarme con alguno de esos programas anónimos donde hacen entrevistas para así poder combatir el silencio con algo mejor que la música de plástico que predomina en las ondas. El entrevistado es  -no sé si profesional o aficionado- del arte paleolítico que explica apasionadamente algunos detalles técnicos de las pinturas en diferentes cuevas. Me gusta la gente así, gente que tiene intereses y los vive con intensidad y pasión. Gente que está viva. En un momento dado, el personaje entrevistado deja caer una idea que llama mi atención; la calidad técnica de muchas de las pinturas que podemos observar (¡y las que nos negó la entropía!), realizadas además de memoria, señala a las antiguas artistas como personas intensamente dedicadas a su labor creadora, una labor que sin duda tenía una importancia especial para las comunidades. Y esto tenía que ser así porque en una sociedad de cazadores-recolectores en taparrabos, especializar a un miembro adulto en algo ajeno a las actividades imprescindibles y posiblemente liberarlo total o parcialmente de éstas (caza, recolección y cuidados) suponía un importante esfuerzo colectivo que debería estar bien justificado, pues el sustento de la comunidad estaba en juego. 


“Interesante” pienso desde la comodidad de mi coche mientras intento situarme personalmente en esa realidad descrita. Hoy yo soy un profesional de los cuidados que salario mediante no debe preocuparse por conseguir agua potable y 2500 calorías diarias. Mis antepasados aprendieron a modificar las funciones ecosistémicas poniendo la agricultura a su servicio y volviéndose sedentarios. Aprendieron a utilizar y almacenar la energía exosomática -la energía externa a nuestros propios cuerpos- y a combinarla con la tecnología de modo que pudiese sustituir progresivamente algunos aspectos del trabajo humano y proporcionar bienestares antes imposibles. Hoy un artista no necesita acordar con su familia-comunidad su liberación del trabajo productivo y los cuidados porque su trabajo se puede intercambiar por bienes de valor acorde al precio que el mercado fije a sus obras, que puede ser nada, poco o muchísimo. Digamos que en occidente lo de sobrevivir ya lo dejamos “resuelto” hace tiempo y ahora gastamos los recursos en comodidades y otras cosas porque la alta disponibilidad energética así lo permite. Se me pasa por la cabeza que aquellos hombres y/o mujeres que pintaban animales en paredes hubiesen alucinado si supiesen que su trabajo podría ser intercambiado por las facilidades y bienes para vivir una vida de lujos. ¿Y quién hará el trabajo necesario para mi subsistencia, pensarían? Pues principalmente la energía y la tecnología, quiénes van a ser.

Los artistas del pasado no lo entenderían, pero así están las cosas. Mis casi 40 horas semanales realizando tareas socioeducativas con menores son mensualmente recompensadas con suficiente dinero como para adquirir un coche viejo como el que conduzco (en el mercado de segunda mano, tampoco nos flipemos). El gasto calórico que me suponen esas 40 horas no es sencillo de determinar, lo que sí que está claro es que con la irrupción del uso de la energía el trabajo humano ha dejado de ser medida de intercambio; aún teniendo las herramientas adecuadas me pasaría meses para poder construir algo como mi coche si tuviese que usar mi propia energía. Hablamos de que estoy sentado sobre tonelada y medio de metal, plástico, carbono y otros materiales que componen una máquina por cuya tecnología puedo desplazar mis 80 kilos de peso junto con mi familia a más de 100km/h. La capacidad de trabajo de esta bestia tecnológica viene de la tremenda capacidad de producir trabajo del combustible que usa, que refleja bien el punto al que quiero llegar y que no es otro que la desconexión actual del trabajo y el valor: Una hora de trabajo humano se recompensa con digamos 7 euros. En esa hora tal vez podría empujar el coche por una superficie plana un par de kilómetros. Sin embargo, con 7 euros de gasolina puedo desplazar el coche unos 130 kilómetros por la misma superficie en ese mismo tiempo.

Pensar que tengo a un poderosísimo esclavo energético trabajando para mi de esta manera es algo que me confunde. Puedo limitar mi trabajo a 40 horas semanales y aún así vivir mucho mejor que quienes en el pasado trabajaban constantemente. Pero eso del cénit de los combustiblesfósiles, fenómeno que explica como el petróleo y otros recursos energéticos van necesitando cada vez mayor trabajo para ser extraídos hasta el punto de que dejarán de rendir esta brutal rentabilidad energética de la que disfrutamos, me hace pensar de que esto de que cualquier mindundi como yo pueda adquirir y conducir esta máquina se volverá improbable en el futuro.

En cualquier caso, he llegado a mi destino. Bajo del coche y saco mi caña y demás equipo porque esta tarde noche voy a buscar mi sustento dentro del mar. Hay algo deshumanizador en pasearse por un supermercado entre cebollas y lubinas para intercambiar el dinero obtenido trabajando con los menores a mi cargo a cambio una lubina que otra persona pescó en algún lugar a cambio de dinero, probablemente para poder conducir su propio coche. Una sonrisa se me escapa cuando pienso en aquel cliente que denunció a una cadena de comida basura porque su nugget tenía una pluma de pollo. Su nugget le mostraba en efecto algo del animal que se estaba comiendo. Ese trozo de carne procesada ofrecía algo de realidad que rompía con la cultura de la desconexión urbanita, y eso para el cliente era “asqueroso” e “intolerable”.

En cualquier caso, las lineas ya están dentro del agua y ahora toca esperar. Las accidentadas rocas del espigón me hacen pensar en qué pasaría si me cayese y en el accidente extraviase o estropease el teléfono móvil en el mar. Si necesitase llamar a mi casa para ser atendido por alguna lesión en el accidente me encontraría con el problema de que no sé como hacerlo sin mi teléfono. Hace algo más de una década tenía memorizados entre 10 y 20 teléfonos habituales, ahora la tecnología “me ha librado” de ese esfuerzo y por consiguiente soy un poco más dependiente de ella, no recuerdo más número que el propio y el de casa de mis padres, donde no se les suele encontrar. 

Mientras tanto, pasa un avión volando kilómetros por encima de mi cabeza. Esta sí que es una bestia de la tecnología, pienso. No hablamos de tonelada y media sino de 200. Las toneladas de Jet-Fuel que lleva dentro le permiten desplazarse a velocidades superiores a los 800km/h con autonomías de más de 10.000 kms. Entonces pienso en la promesa de electrificación del transporte, ya no en si es posible construir máquinas capaces de rendir como ésta dotadas de motores eléctricos, ni en si podrán acumular en baterías la energía necesaria para semejante proeza, ambas preguntas aún sin respuesta. Lo que pienso es que hay más de 100.000 vuelos diarios y uno se pregunta de donde se sacaría cobre, litio y demás materias primas para construir todos esos motores eléctricos y sus baterías, sumado al transporte privado, sabiendo que ya hablamos de más de 1.000.000.000 de coches y subiendo.

Pero hay algo aún más inquietante. De donde saldría la energía para alimentar esos sistemas eléctricos. Hoy no es una noche ventosa, pero sí que hay cierta brisa. Un día normal diría yo. El espigón en el que me he situado es un buen lugar para sentir la fuerza del viento, fuente energética alternativa a los combustibles fósiles, si bien paradójicamente dependiente de ellos. Me oriento de cara al viento y abro mis brazos en cruz mientras cierro los ojos. Siento su leve fuerza, consciente de que tanto mi cuerpo como un molino solo puede captar una porción de esa energía. Ahora se me pasa por la cabeza la energía necesaria para mover no ya las 200 toneladas de avión con pasajeros/carga a 800 km/h sino mi modesto turismo y su tonelada y media. ¿Cuánto viento haría falta y cómo se recoge y almacena de modo que 7.000.000.000 de almas estén provistas de su ración del pastel energético? ¿De donde sacamos el escasísimo neodimio indispensable para los aerogeneradores? Evidentemente, aquí tenemos un problema. Un problema que pone en cuestión no solo nuestras vidas y expectativas -ya difícilmente desligables de las migraciones económicas y los viajes de placer- sino todo nuestro modelo socioeconómico que depende del comercio internacional para ser posible. Pienso en un documental sobre el imperio otomano que vi recientemente y me estremezco. ¿Sabría yo vivir sin saber que dispongo de la posibilidad de desplazarme miles de kilómetros en poco tiempo si así lo necesito? ¿Sin poder tener constantes noticias de mis seres queridos que viven en otras partes del mundo de forma instantánea?

Hay novedades y es que la gamba en la que escondí un anzuelo ha tentado a un sargo y tras una breve y desigual pelea el animal está en mis manos. Me dispongo a sacrificar el ejemplar, pues no hay necesidad de que sufra una muerte lenta. El mar Mediterráneo está tan desolado como el resto del mundo y para capturar este sargo tamaño ración han sido necesarias varias horas de espera y el uso de una tecnología sencilla, así como cierta experiencia y conocimiento. Las calorías que obtendré de este pescado, unas 500, están aún lejos de las 2500 que se suelen considerar apropiadas para una dieta diaria. Yo, que aún puedo intercambiar una hora de trabajo en el centro de acogida por un par de peces como este, me he pasado varias horas de espera/trabajo para capturar este único ejemplar. 

Tiene sentido, pensarían aquellos artistas de las cavernas. Es “auténtico” “entretenido” “aburrido” “innecesario” o “cruel” pensarían mis contemporáneos. “Parece que es una pista de lo que puede ser el futuro”, pienso yo.

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